Apareció una mañana dentro de ti.
Lo primero que pensaste es que te habías tragado un melón, sin masticar, mientras
dormías, y este se había reducido y concentrado en una sola parte de tu cuerpo:
ahí, en las puras entrañas.
Te quieres incorporar en la cama;
pero no puedes. Lo piensas mejor, y en realidad aquello no parece un melón. Es,
más bien, como un elemento súper masivo, del tamaño tan solo de una pelota de
tenis, pero con la densidad de un universo a punto de explotar.
Lo sientes moverse arriba y abajo.
A derecha e izquierda. Dentro de ti.
Te tiras de la cama y caminar es
imposible. Cargar ese lastre requiere una fuerza aún desconocida. Solo puedes
arrastrarte hasta el sofá, apenas, cuando el elemento súper masivo por fin se
descomprime un poco.
Y quedarte quieta, mirando a la
nada, cuando se comprime y se concentra y se vuelve aún más denso, incapaces,
tu estómago y tú, de digerir todo lo que guarda dentro. La fuerza de mil soles.
La oscuridad de mil agujeros negros.
Una hora. Tras otra. Tras otra. O
tal vez sean días. O semanas.
No comes, nada cabe en el
estómago ocupado por el elemento súper masivo. No sales ni trabajas ni hablas.
Solo observas su ritmo eterno: compresión, descompresión. Cuando sube hasta
arriba, llega a la garganta, y empuja sonidos, a veces lágrimas; cuando
presiona hacia abajo, tienes ganas de vomitar.
Quisieras que explotara como se
supone que explotó aquella molécula desconocida con el Big Bang y que
repartiera su ser y el tuyo en un universo infinito. Un lugar donde haya mucha
oscuridad y algo de luz. Una oscuridad en la que solo queden pequeños puntos de
luz, separados entre sí por miles de millones de kilómetros. Como tú ahora.
Pero no lo hace. Solo se expande
un poco y luego se vuelve a contraer. Y piensas que quizá no sea él el que te
limita a ti. Es tu cuerpo el que le limita a él. Así que decides liberarlo,
operar, sacarlo de dentro. Te arrastras hasta la cocina y agarras el cuchillo
más grande. Acercas la punta a la boca del estómago y empiezas a abrir un
círculo.
No duele tanto.
La sangre te mancha las manos. Y
por fin lo extirpas. Y cae sobre las baldosas rojas de la cocina con un sonido
seco. Y se te nubla la vista un poco. Pero sonríes desde el suelo cuando ves
cómo empieza a expandirse cada vez más, cada vez más, hasta crear planetas y
soles, y oscuridad. Oscuridad.